12.1.09

La educación fisiológica





Las bohemias de la libertad
encontraron su lugar definitivo en el armario del aseo.
Estaba la primera, estaba la segunda.
Aquel hombre de perfil pintado como una proa
sobre una de las cubiertas; en la otra el alma mater con su gorro frigio.
O la patria con su gorro frígido, el muchacho se hacía un lío
de palabras parecidas y olores semejantes
que al final de aquel largo verano terminarían siendo el mismo.
¿Cómo llegaron hasta allí los símbolos del cambio?
Parece que todos los elementos telúricos se pusieron de acuerdo
y en el silencio incomentable tomaron vida,
y ellos solos fueron desplazándose hasta hallar dentro del espacio cerrado
la oscuridad suficientemente grata
para ir soltando su podredumbre de bicho muerto.
El muchacho las oreaba cada vez que tenía tiempo.
La mirada fija de aquella mujer que yacía muerta en una camilla de la morgue,
o sobre la yerba de un barrio periférico, da igual.
Las uñas arrancadas en una sesión de extrema manicura.
El horror simplón de los locos en Mazorra.
Compartían tiempo y tedio con el cuerpo delator que colgaba del árbol,
los parquímetros apaleados en la capital,
la secuencia de fotos en que Sosa Blanco pierde el sombrero
mientras se desliza paredón abajo
tiznando de grafito bohemio el muro.
Y el soniquete de aquellos días: “¿Qué pasa si Sosa pasa?
Y si Sosa pasa, ¿qué pasa?” repetía el muchacho
sentado en la porcelana blanca.
¡Cuánto ruido de repente sale de aquellas hojas medio húmedas,
casi tan secas para quebrarse al primer roce de un hombre
que ya envejeció de pronto y quedó atrapado en su cuerpo de niño!
Y pasó todo el tiempo de una vez sobre el muchacho,
y él no lo supo hasta mucho después,
hasta que todas las estaciones de una vida real
sustituyeran aquella hierba de un solo tono uniforme y cansino.
Sigue repitiendo sin pensar el soniquete en todas sus casas futuras
—“¿Qué pasa si Sosa pasa? Y si Sosa pasa, ¿qué pasa?”—
y nunca meditaba qué pasaba y qué tenía que pasar,
pero sea lo que sea pasó, pasó cada vez que él estaba solo en el baño,
pasó y continúa pasando, y ya nadie puede enseñarle
que se estremezca ante el horror o ante la alegría
porque ambas cosas son parte de una misma magia sin encanto.


(Madrid, 10 de febrero de 2009)
© 2009 David Lago González