30.9.08

Cómo criar un perro

Antonio Desquirón Oliva

Ed. Unión, col. La Rueda Dentada, Cuba 2003

o――――――――――――――――――――――――――――――――――-o

David Lago González

Una noche de 1973 un grupo de amigos se sentaba en los balances de la saleta de una casa camagüeyana (que era la mía) mientras dos de ellos establecían una especie de tráfico poético, vertiéndose versos, elogios y pocas críticas. Ambos amigos recién habían terminado sus por entonces últimos poemarios. Pocos años más tarde salutaciones de ese estilo servirían de sospechas y estúpidas preguntas capciosas a representantes del mantenimiento del Orden y las Buenas Costumbres. Uno de esos jóvenes era el autor de este libro. Los versos de aquella velada se reunían en aquel momento bajo el nombre de “Cuaderno de año y medio” y hoy se reparten a lo largo de “Cómo criar un perro”. Cómo han logrado permanecer e integrarse en el tejido de un libro, más que antológico, recopilatorio, acoplando sus formas e ideas a las de otros posteriores y otros mucho más próximos en el tiempo, es 1) cuestión de magia poética, 2) la lealtad con que Antonio Desquirón (Santiago de Cuba, 1946) se ha tratado a sí mismo, tanto personal como literariamente, y 3) la fidelidad a los modos en que ha transformado las circunstancias y sus consecuencias. Al final de la lectura, recuerdo que alguien dijo que cualquiera de esos libros, publicado en el extranjero (se entendía como “extranjero” cualquier cosa más allá de las aguas jurisdiccionales), sería un éxito. Hoy estamos convencidos que tanto aquellos textos como los que ahora ladran tenue, casi tristemente, en este perro, pasarían sin pena ni gloria a través de la morralla editorial e intelectual.

En este libro figuran versos de casi todos los poemarios que el autor ha escrito hasta ahora. Nos parece estar asistiendo a una puesta en escena que de sobra conocemos, pero ¿acaso no es así la vida? ¿Acaso un escritor no pasa todo su tiempo repitiendo lo mismo, en mil formas diferentes pero todas coincidentes en un punto característico, más tarde o más temprano, más desnudo o más vestido? El ardid consiste en los fastos o los harapos con que se quiera mostrar esa única verdad, equivocada o acertada, qué más da, que ha sido razón de su existencia. Esas razones, que derivan en líneas, posturas, “eticidad”, no se toman por azar; es más, yo diría que no se toman en absoluto (cuando se escogen deliberadamente reciben otros nombres para mí siempre más vinculados a una profesión que a la aleatoria e incontenible creación), sino que al cabo de años, de minutos trascendentales, de las miles de edades por las que un hombre transita a lo largo de su tiempo, un día cualquiera, una tarde con el trasfondo musical de una canal que gotea, una noche en la que a lo lejos los perros se alborotan por algo desconocido para los oídos y los ojos de ese hombre, se percata de que sus pasos han ido siempre por ese camino. ¿Qué ha ganado?, se preguntarán los que siempre buscan algún objetivo frente a sus lentes. Nada: seguir una senda, aburrirse, que los demás se aparten de él, que le califiquen cuando menos de “extraño”. ¿Qué satisfacción le aporta?, continuarán preguntándose los profesionales. Ninguna quizá, en el fondo no la suficiente para compensar la soledad en la que ha vivido como un perro sarnoso. En el gran, bullicioso y confuso teatro del éxito y de labrarse un futuro pragmático, éste cubrió pasado, presente y futuro con un acierto tan personal y tan íntimo, tan recóndito, que sólo unos pocos elegidos supieron distinguirlo. Y qué valor tiene esto finalmente. Ninguno, nada, haber vivido inconscientemente desafiando normas, haber por fin hallado alguna paz en lo que la arbitrariedad con que los hacedores de entes suprahumanos han juzgado y regulado sus actos, haberse devorado el hígado, haber llegado a encontrar cierto dulce sabor en la espuma de la rabia. Pero, por otro lado, sí pero no, porque ese mismo hombre, que tal vez está por encima de toda mezquindad, también gusta y necesita de la lisonja, la galletita sosa del reconocimiento, y la mano alisando su lomo como recompensa no le es indiferente, el reconocimiento de extraños y de amigos no le es ajeno; como cualquier otro perro, su cola se mueve contenta y agradecida cuando escrutan sus méritos. Todo es tan complejo, todos somos tan complejos... Y al mismo tiempo tan simple, tan simples... Tan elementales.

La línea o contrapunto queda definido o ―no procuremos ser tan tajantes―, al menos, propuesto, en el primer poema, tal vez como advertencia de lo que el lector-autor se va a encontrar y se propone presentar. Reflejo el poema, al que ha llamado “Tradicional” (¿también ironía?) por su importancia dentro del contexto general:

“Los aires marciales de estos años

me llevaron a escuchar tus tristezas,

incluso tu dolor.

Frecuentemente yo abro camino a la Justicia

y entre las amigas que gusto visitar se cuenta la Equidad.

No pude o no quise ser cobarde,

por eso no resisto cadenas.

Vida sin honor

para qué sirve.

Soy el Perro.”

El poema, dividido en dos cuerpos, establece en el primero de ellos valores a los que el autor quiere hacer referencia. Pero en el segundo cuerpo, niega tajantemente lo dicho anteriormente. ¿Con cuál nos quedamos? Con ambos, naturalmente, porque no propone qué se escoge sino que ambos se acepten, en este caso coyunturalmente ensamblados y coyunturalmente contrapuestos. Una queda pugna está servida.

A partir de aquí, es un continuo admitir y negar lo que lleva a la aceptación del ser humano tal como es, del bagaje que le ocupa y de las circunstancias intrínsecas que inciden en la conformación de este hombre y, sobre todo, en su propia aceptación y reconocimiento, sin que halla por ello la necesidad de admitir o refugiarse en una resignación. Porque no es el resumen de esos cincuenta años, que son toda una trayectoria, a la que Silvio Rodríguez llama “desaparecer” por “vivir”, sino que esa misma aseveración se producía en plena juventud. ¿Confirmación inconsciente de la incapacidad práctica de la creación? ¿Seguridad preconcebida de la inutilidad? ¿Noción de la derrota anticipada en cualquier otro mundo más allá de las cincuenta o cien letras de esos versos, y dudas, eternas dudas itinerantes sobre su valor? Qué no es la creación, sino miedo, todos los miedos reunidos en uno solo.

Debo referirme a la portada del libro, (aparentemente) horrible. Desconozco las intenciones del ilustrador, Ernesto González Litvínov, pero he llegado a la conclusión de que su papel no es gratuito. Tanto el niño como el perro, sus expresiones, me devuelven a los cartoons televisos de la época de los Soviets, en los que no podía faltar lo que ellos consideraban como ameno con la moraleja o moralina final: parece estar diciendo: “pórtate bien, pórtate bien y serás recompensado”. Ni me es ajena la recreación de una Nina Hagen-Thorn, cuando en el gulag de Kolimá, teniendo que hacer de caballo, decía: “El caballo es un animal noble. Es bueno ser caballo”.

¿Es bueno, pues, ser perro? ¿Ha habido una predestinación, un inconsciente aprendizaje, genes o sólo hechos? De todo, es posible que de todo un poco.

Hay paz e ira. Hay parsimonia y valentía, una parsimoniosa valentía que es reflejo fiel de su persona. Hay un ceder ante las fuerzas de la arbitrariedad humana como ante las de la naturaleza, no sé cuál de las dos más temibles porque la primera no deja de ser patética mientras que la segunda es sólo ciega, pero ambas igualmente temibles. Hay una insistencia en la capacidad de olvido y un fracaso no admitido. Hay serenidad en amar de forma diferente y vivir de manera indiferente a tal disparidad. Hay, incluso, una cierta recreación o embellecimiento silencioso y sutil del abismo, lo que quizás pueda entenderse como un chowinismo facilista (¿existe otra clase?) Hay paz de nuevo, pero también hay resentimiento, cierto aprendizaje en el control del rencor, y ¿por qué tendría que no haber resentimiento? ¿Por qué tendría el perro que quedarse apaleado, magullado, con eternos trozos de piel desnudos, sin ese pelo recio que crece como crin, si allí le propinaron un estacazo, una patada, si un crío de futuro ergástulo acertó con su escupitajo denigrante, estúpidamente superior?

Y hay una continua supeditación de la perfección lírica a la argumental, lo que convierte al poema en texto y reflejo vivo de una realidad que nos ha acompañado desde siempre: nosotros mismos. Es quizá por ello que tantos diferentes años se acoplan a uno solo, tan eterno y efímero como nuestras vidas.

En mi opinión, el último poema del libro, “Dones”, es una especie de epílogo que ablanda, suaviza, justifica sin necesidad el verdadero cierre del poemario (“Nombre”), con el que vuelve a remitirnos al principio: el regreso al status canino, a su sentido de la fidelidad: al nombre, a la caricia, al reclamo, a la rabia y a la paz, al perro en que se convirtió o, quién sabe, siempre fue.

“Nombre”

Tengo un solo nombre

y le soy fiel.

Me llaman

y voy.

Dicen el nombre

y voy,

abriendo a lado y lado

árboles y ríos...

Nada más que un nombre,

y con él me agotan,

Me atrapan ―fiel―,

en un dedal,

en una mano.

(Madrid, Septiembre 2004.)



David Lago González, poeta cubano radicado en España.

Ha publicado varios poemarios.

Sus articulos, ensayos, poesías y cuentos

se encuentran dispersos por varias publicaciones

impresas y electrónicas.